Antonio Donado Tolosa
Cuando
puse por primera vez atención a los cuentos de mis dos abuelas sobre el padre
Matutis, ya su personaje era una leyenda con todas las letras de los mitos y
sabores de los juglares desde Homero hasta ellas. Los ojos de mis dos abuelas con
las que saboreaban al religioso lituano, expresaban más que las palabras: alto,
buenmozo, mirada fija e indiferente y portador de esa elegante seriedad que hacía
que ellas suspiraran por el príncipe de sus sueños de adolescentes allá en
Mompox y Remolino, dos pueblos embrujados por el río de la Magdalena, cuando
jamás imaginaban que vivirían justo en el lecho final de esa corriente que
pasaba agreste frente a Remolino, y traviesa se recostaba sobre Mompox.
Los
abuelos también fantaseaban con las anécdotas que recreaban al personaje de las
abuelas. Nos espantaban a los más jóvenes para intercambiarse información ultra
secreta de las imaginarias escapadas nocturnas del padre Matutis. Sin titubeos
aseguraban que un hombre alto, blanco, tocado por un sombrero alado de felpa
negra y cubierto hasta el tope de sus
botas de cuero negro por un manto rojo, salía antes de las de las tres de la
madrugada por la puerta trasera de la Iglesia San Roque. Aunque otros muchos
sostenían que a esa hora no salía, sino que regresaba al templo. Entonces era
verdad, que aumentaba el bombeo de sangre en mi febril cabeza de niño en trance
de pantalones largos, que iba o regresaba de su visita a la doncella morena de
alegres ojos negros con un cuerpo esculpido por un artesano de guitarras caribe que las abuelas aseguraban con toda la
certeza que encerraba el barrio San Roque.
Los
domingos mis hermanas y primas, con las tías, se iban a misa con la ilusión de
ver de cuerpo completo al enigmático caballero
que había llegado antes de la muerte de Gaitán para evangelizar a la
grey de Barranquilla en su sector más emblemático, bullanguero, dicharachero y
solemne de la ciudad. Eso y mucho más, era el triángulo geográfico que trazaban
los vecindarios de Rebolo, San Roque y Montes. Ellas, hermanas, primas, y hasta
las tías, regresaban desilusionadas porque después de oír varias misas, en ninguna vieron al padre Matutis, porque
nunca se sabía a qué hora las celebraba. Bien decía la Misa de los Gallos o la
de la hora del burro, o bien la de la víspera nocturna.
Era
la figura central de las fiestas parroquiales de San Roque. En esta parte, los
relatos se llenaban de cumbias y porros; de bailadores frenéticos y tímidos
mirones; de fuegos artificiales que iban a morir al río y de amaneceres y
anocheceres de los nueve días de la novena. Todos soñaban tropezarse con él
entre los ventorrillos de la feria, pero ninguno podía decir que lo había visto
a ciencia cierta, que hubiera cruzado palabras con el imponente personaje, que
lo vieron doblarse de risa con los cuentos de chivolito o hacer gárgaras con un
trago de Ron Caña. Sin embargo, en las tardes de reuniones en el patio de la
casa, ni uno solo perdía su turno para contar lo que había visto hacer y escuchado decir al padre Matutis en la
última fiesta de San Roque.
No
podía ser de otro modo. El padre Matutis se convirtió en el héroe de mi niñez,
el modelo de lo que era ser un hombre de verdad verdad en los extravíos de la
primera juventud. Cuando llegué a estudiar al Colegio Salesiano de la calle Las
Vacas pensé que sería mi profesor, pero hacía ya mucho que él dedicaba su
tiempo a levantar el Centro Don Bosco de
la Zona Negra, y de él solo se sabía que tenía una varita mágica para convertir
las piedras en dinero para sus obras: la varita se llamaba la Rifa Roqueña, por
la cual muchas familias hicieron realidad el sueño de vivir en una digna casa y,
Barranquilla, conocer el vigor emprendedor de un verdadero empresario. Monseñor
Villa Gaviria, arzobispo de esos tiempos, muy astuto descubrió que un hombre
como el padre Maturis era un inmejorable aliado para hacer realidad su sueño de
la catedral que se empeñó en dejar como su herencia para Barranquilla.
Hoy
recuerdo con mucha alegría y memoria emocionada, las veces que saludé al padre
Matutis. Siempre con una excusa inventada para justificar mi presencia en el
despacho de la parroquia, en lugar de estar en los salones del colegio.
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