sábado, 13 de julio de 2013

El Padre Matutis y yo



Antonio Donado Tolosa

Cuando puse por primera vez atención a los cuentos de mis dos abuelas sobre el padre Matutis, ya su personaje era una leyenda con todas las letras de los mitos y sabores de los juglares desde Homero hasta ellas. Los ojos de mis dos abuelas con las que saboreaban al religioso lituano, expresaban más que las palabras: alto, buenmozo, mirada fija e indiferente y portador de esa elegante seriedad que hacía que ellas suspiraran por el príncipe de sus sueños de adolescentes allá en Mompox y Remolino, dos pueblos embrujados por el río de la Magdalena, cuando jamás imaginaban que vivirían justo en el lecho final de esa corriente que pasaba agreste frente a Remolino, y traviesa se recostaba sobre Mompox.

Los abuelos también fantaseaban con las anécdotas que recreaban al personaje de las abuelas. Nos espantaban a los más jóvenes para intercambiarse información ultra secreta de las imaginarias escapadas nocturnas del padre Matutis. Sin titubeos aseguraban que un hombre alto, blanco, tocado por un sombrero alado de felpa negra  y cubierto hasta el tope de sus botas de cuero negro por un manto rojo, salía antes de las de las tres de la madrugada por la puerta trasera de la Iglesia San Roque. Aunque otros muchos sostenían que a esa hora no salía, sino que regresaba al templo. Entonces era verdad, que aumentaba el bombeo de sangre en mi febril cabeza de niño en trance de pantalones largos, que iba o regresaba de su visita a la doncella morena de alegres ojos negros con un cuerpo esculpido por un artesano de guitarras caribe  que las abuelas aseguraban con toda la certeza que encerraba el barrio San Roque.

Los domingos mis hermanas y primas, con las tías, se iban a misa con la ilusión de ver de cuerpo completo al enigmático caballero  que había llegado antes de la muerte de Gaitán para evangelizar a la grey de Barranquilla en su sector más emblemático, bullanguero, dicharachero y solemne de la ciudad. Eso y mucho más, era el triángulo geográfico que trazaban los vecindarios de Rebolo, San Roque y Montes. Ellas, hermanas, primas, y hasta las tías, regresaban desilusionadas porque después de oír varias misas,  en ninguna vieron al padre Matutis, porque nunca se sabía a qué hora las celebraba. Bien decía la Misa de los Gallos o la de la hora del burro, o bien la de la víspera nocturna.

Era la figura central de las fiestas parroquiales de San Roque. En esta parte, los relatos se llenaban de cumbias y porros; de bailadores frenéticos y tímidos mirones; de fuegos artificiales que iban a morir al río y de amaneceres y anocheceres de los nueve días de la novena. Todos soñaban tropezarse con él entre los ventorrillos de la feria, pero ninguno podía decir que lo había visto a ciencia cierta, que hubiera cruzado palabras con el imponente personaje, que lo vieron doblarse de risa con los cuentos de chivolito o hacer gárgaras con un trago de Ron Caña. Sin embargo, en las tardes de reuniones en el patio de la casa, ni uno solo perdía su turno para contar lo que había visto hacer  y escuchado decir al padre Matutis en la última fiesta de San Roque.

No podía ser de otro modo. El padre Matutis se convirtió en el héroe de mi niñez, el modelo de lo que era ser un hombre de verdad verdad en los extravíos de la primera juventud. Cuando llegué a estudiar al Colegio Salesiano de la calle Las Vacas pensé que sería mi profesor, pero hacía ya mucho que él dedicaba su tiempo a levantar  el Centro Don Bosco de la Zona Negra, y de él solo se sabía que tenía una varita mágica para convertir las piedras en dinero para sus obras: la varita se llamaba la Rifa Roqueña, por la cual muchas familias hicieron realidad el sueño de vivir en una digna casa y, Barranquilla, conocer el vigor emprendedor de un verdadero empresario. Monseñor Villa Gaviria, arzobispo de esos tiempos, muy astuto descubrió que un hombre como el padre Maturis era un inmejorable aliado para hacer realidad su sueño de la catedral que se empeñó en dejar como su herencia para Barranquilla.

Hoy recuerdo con mucha alegría y memoria emocionada, las veces que saludé al padre Matutis. Siempre con una excusa inventada para justificar mi presencia en el despacho de la parroquia, en lugar de estar en los salones del colegio. 

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